Misterio del estero (cuento)

29.01.2021

    Tiempo incienso, quema lento, aroma el cuarto, viaja adentro, sacude el tiempo, relata el cuento de los cuentos en que un joven del estero cruzó a nado aquel pantano que nunca nadie había pasado. Se crió junto a su madre en un pueblito muy cerrado en medio de aquel charco, rodeado por los juncos y adornado por el canto de los pájaros. Su padre ya no estaba, pero no por muerto ni por haberlos abandonado, sino por seguir en nado atrás de aquel inmenso pez dorado.

    Las historias eran muchas y su madre ninguna descartaba, todas eran ciertas según recordaba. Unas decían que era una noche llena de luna cuando con el pez tuvo su primer contacto, y que a lo lejos en un salto lo encandiló el reflejo en su cuerpo dorado; otras por su lado sostenían que una vez que lo hubo pescado fue que lo conoció, ocupaba la mitad del bote dicen los relatos. Es verdad que una vez, carretilla en mano, lo llevó a la casa, pero su madre al verle tanto encanto se negó a asarlo. Debía ser un engaño de los dioses para poner a prueba su amor por lo sagrado, así que al estero volvieron a pedir perdón y hacerle una despedida de santo. Lo mágico, según su madre, es que una vez en el agua recobró vida al instante, coleteó, brilló y se desvaneció hacia lo profundo como si aquel charco fuese el atlántico. Ella nunca lo volvió a ver pero parece que su padre iba los atardeceres a saludarlo. Un vecino le contó que una tarde lo cruzó en este acto y tras intercambiar unas palabras de sorpresa por ese bellísimo ejemplar que se paseaba cómodamente por la costa, siguió camino y escuchó a su padre preguntar si lo había perdonado. El viejo jura que escuchó un "sí, tranquilo hermano".

    En uno de esos atardeceres un vecino escuchó a alguien zambullirse en el agua, se acercó a dar una mano, pensó que alguien había tropezado porque era invierno y estaba fresco para el baño. Fue él quien encontró las botas de su padre a un costado, fue donde su madre, entregó el calzado y con sorpresa le dijo que no sabía dónde se pudo haber metido, "mirá que busqué un flor de rato". Así es como su padre los había dejado o al menos es lo que contaron.

    Así es que el joven cada tanto contemplaba el charco como embobado, esperando que de la aleta de un gran dorado apareciera su padre a quien perdió con sólo dos años. Sólo fuese por cruzarse con el pez y preguntarle su paradero, o al menos una historia que a su corazón diera sostén. Fue una tarde a sus dieciocho que él y su amigo de la vida se acercaron al estero, esa tarde tenía un presentimiento, había soñado con el pez. Esperaron entre mates y tortas fritas que su madre amasó. Cuando oscureció y la luna asomó radiante a un costado fue que vieron el gran salto; sin dudarlo y como hipnotizado se quitó todas las ropas y nadó a su lado. Su amigo dudó pero fue en busca de la madre, y así los dos los observaron en su baile acuático. Estuvieron largo rato hasta que de la costa se alejaron, los gritos resonaron, los vecinos se acercaron, se habían perdido de vista y algunos botes zarparon. Al rato un grito de júbilo se escuchó de uno de los pescadores más experimentados. En la costa de enfrente estaba el joven todo mojado, saludaba a su madre en un brillo incandescente. Ella aliviada gritó lo más fuerte que su garganta aguantó que espere al bote para regresar, pero el joven no escuchó o no hizo caso y se zambulló nuevamente. Se veía el brillo anaranjado retornando, la madre se adentró hasta la cintura esperando a su hijo, pero a distancia de unos brazos distinguió que sólo había un gran dorado, y al igual que aquella vez lo vio hundirse hacia lo profundo, comprendió y rompió en llanto. Así estuvo hasta que el sol asomó, a los pocos que quedaban pidió la dejaran sola en su duelo, agradeció la compañía y el intento de ayudarlo.

    El amigo estaba desolado, deambuló por el pueblo hasta que el sol se puso en lo alto. Enfiló a lo de su amigo, quizás a cebarle unos amargos a la madre en callada compañía. Allí no estaba así que supuso que donde la habían dejado seguiría, pero tampoco la encontró en la costa. Supo igualmente que de nada servía buscarla porque donde en la madrugada estuvo llorando, cinco hermosos irupés dorados sobre el agua se mecían.

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