Todo un día de encierro (cuento)

30.01.2023


Todo un día de encierro, todo un día, todos los días. Uno a la vez, no había más, sólo esperar. La espera podía ser asfixiante sólo si pensaba en ella de lo contrario no había nada que esperar, ese era el ciclo, esa era la rutina, un día atrás de otro, encerrado. Una nube de gases tóxicos o un cielo abierto de fresca brisa, el cambio estaba en la espera. Siempre estaría esperando, la diferencia era si esperaba fuera o dentro, cuando simplemente esperaba ya no había espera, la brisa corría libre, si en cambio no podía esperar la espera, el aire se tornaba irrespirable. Cuando esperaba fuera el adentro era muy pequeño, un cuarto ínfimo de paredes rugosas y tres pequeños ventiluces. Cuando esperaba dentro, el afuera era extenso, kilómetros lo separaban de la pared más próxima. En esos momentos algo solía suceder en los ventiluces, algo que cortaba la espera. Pasaba una sombra, titilaban los rayos, se sacudían las imágenes. Era igual si era de noche o de día, el cambio estaba en adentro o afuera.

Juego de luces que bañaban la panza, juego de sombras que inundaban la mente, rayos de sol que moldeaban figuras, tinieblas que creaban seres. El juego estaba en la mente y en ella habitaba la mayor de las veces. El cuerpo estaba ahí cuando recordaba su suerte, en esos momentos se movía y dejaba que el cuerpo guiara. Los movimientos le resultaban toscos, le llevaba tiempo acostumbrarse a sus vaivenes. Cuando entraba en contacto con su materia todo parecía pesado pero a la vez naciente, había una presión que empujaba y sólo podía seguir ese cauce. La corriente fluía, el agua viajaba y a veces se desbordaba, a la larga terminaba cayendo por un acantilado hacia un vacío donde su fuerza se disipaba y la sequedad volvía a la mente. En esos momentos se sentía cansado, un cansancio que aflojaba la espera. A veces dormía, otras simplemente se quedaba inmóvil. Eran buenos momentos.

Así pasaba los días, llevaba en una mano la vid y en otra la hoz. Los días de lluvia la vid le daba energías y la hoz lo aterraba. Los días de sol la hoz refulgía y confiaba en su filo. Después de tanto tiempo había aprendido a querer a ambas, aunque cuando vio la hoz por primera vez pensó que con ella se suicidaría. Trató de ocultarla teniéndola siempre a su espalda, pero al amanecer volvía a encontrarse con ella aferrada en su mano. La vid la soltaba cuando su existencia lo hartaba, rechazando su frescura que le alargaba una vida miserable, cruda. La vida y la muerte vivían con él. Ambas estaban en sus manos y sus manos estaban en ellas. En los ventiluces se lo representaba, uno la vid, otro la hoz, el de en medio él.

No recordaba haber comido en meses, quizás años, pero la verdad es que no recordaba absolutamente nada más que ese cuarto. Si tenía nombre no lo sabía, si tenía familia tampoco, si habría algo más que ese encierro lo desconocía. Lo que sí tenía eran imágenes de una vida en sociedad, sabía de pueblos, de ciudades, de campos, de ríos, de montañas, de juegos y de alabanzas, de mercados y oficios, pero no recordaba haber participado en nada. Ninguna memoria. Sabía del tiempo pero no de la capacidad de almacenar nada dentro de él. Sabía que estuvo allí el día anterior sólo por certeza, no por recordar lo que había hecho. Sabía que se paraba y caminaba o empujaba con sus brazos las paredes, a veces saltaba y otras se sentaba, pero cuándo lo había hecho no era un dato que quedase marcado en su estrada. Podían bien ser invenciones, alguien que vivió tanto pierde la cuenta de sus pasos. ¿Había vivido tanto? Esto simplemente lo sentía, siempre estuvo, pero cuándo comenzó a estar allí es algo que se le escapaba.

Los ventiluces lo entretenían, en ellos encontraba sentidos, entendía los días y las noches. Sus vidrios rugosos no permitían detalles de lo que pasara afuera pero abrían camino a la imaginación, algo podía ser un ave como bien una nube, a veces niños, a veces un taller, otras una madre, otras elefantes en largas procesiones. Desde allí surgían historias, desde allí nacían visiones, éstas llevaban a cantos, éstos a bailes, éstos a gritos extáticos y delirios santos. Pero otras veces los ventiluces quitaban sentido, de repente la noche o el día se prolongaban más de lo debido y ningún cambio entretenía la existencia. Los demonios arrasaban el cuarto el enojo golpeaba las paredes sangrantes, gritos de terror y temblores de espanto, sonidos guturales de tripas envenenadas que al defecar en el piso impregnaban el cuarto de olor a azufre. Se embadurnaba en sus mierdas y lloraba.

Pasaba largos ratos llorando. Buenos momentos, los más provechosos. Fructíferos. El agua que manaba de sus ojos en su pecho daba espacio, el espacio permitía al aire entrar, la caverna se secaba, el suelo quedaba húmedo y la brisa acariciaba las paredes ásperas. Alguna semilla entraría con la brisa hacia ese piso todavía en aguas porque al rato brotaba una sonrisa que él no recordaba haber sembrado. Así quedaba con la sonrisa grabada en la cara por horas, no pestañeaba si quiera y el punto fijo donde miraba era reflejo de toda la tristeza acumulada. Unos labios en forma de medialuna flotando como salvavidas en un estanque de lágrimas.

¿Qué le había causado ese enojo, esa tristeza? Acaso era el encierro, acaso la soledad. Si siempre vivió así se decía, no recordaba otra cosa; y aunque no recordaba sabía de otras cosas. Sabía de familias, de amores, de relaciones, de trabajos, de aventuras. Todas esas imágenes que se le presentaban a través de esos míseros e inmensos ventiluces. De dónde venían esas historias, cómo era posible conocer sin expermientar, ¿era posible imaginar un mundo tan extenso de seres tan diversos y posibilidades infinitas sin salirse de ese cuarto? Entonces comprendió que comprendía y que hacía rato no jugaba ese juego. Siguió indagando y encontró que tenía comprensión pero no comprendía realmente porque no sabía cómo llegó allí, qué había fuera del cuarto, siquiera qué había hecho esa mañana o si siquiera había sido realmente la mañana. Quién aseguraba que hubiese un cielo abierto fuera de ese cuarto. Quizás era un cuarto dentro de otro cuarto y ese sol no eran más que faroles, lo que él imaginaba pájaro era quizás polilla y lo que imaginaba atardecer tal vez una cortina bajando. Entre estos bamboleos de inspiración recobró la comprensión. Claro está que lo que comprendía es que no comprendía. Esa ausencia de entendimiento lo dejó satisfecho. Se durmió.

Despertó sintiendo que había descansado de una manera diferente. Le costó abrir los ojos, se quedó adormilado largo tiempo acobijado aún por el ensueño. Lentamente fue entrando en el cuerpo y luego en el cuarto. El entorno entero había cambiado, las paredes tenían un color ocre suave, los ventiluces estaban inmaculados, brillaban y sus relieves de gotas parecían chorrear vida al ser penetrados por la luz de fuera. Jamás se había percatado de esos detalles, cómo pudo haber vivido tanto tiempo sin saber el color de esas paredes. Se sentó y se observó desnudo. Tenía un cuerpo arrugado, flaco, encorvado, tenso. Se tocó la cara, era larga arrugada seca, sintió su nariz, pasó la mano por su pelo, por su barba. Acarició sus párpados, apretó sintiendo cómo los ojos se hundían y volvían al librarles la presión. Escarbó su nariz, sintió los pelos dentro, se apretó los pómulos, eran huesudos, estiró su labio superior, metió los dedos en la boca, hurgó entre los dientes, se percató que sólo le quedaban unos pocos, frotó las encías, acarició la lengua, deslizó los dedos por esta y quitó la mano. Miró la palma húmeda de saliva y se humedeció los ojos. El índice en una oreja escarbó, lo sacó y lo llevó a la nariz, olió; hizo lo mismo del otro lado. Sonreía. Miró la panza abultada, caída, las costillas la enmarcaban. Con lentitud recorrió ese enrejado con un dedo de un lado y del otro, terminó posado en el esternón donde desplegó la palma para sentir el latido. Se estremeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Y si estaba muerto? Nunca se le había ocurrido esa posibilidad. Dejó la mano reposando sobre el pecho mientras sollozaba y gemía. Aún no sentía nada. Espera un rato. Nada. De manera entrecortada y moqueando dijo en voz alta "estoy muerto". Abrió grande los ojos. No había hablado en siglos. Repitió "estoy muerto". "Ja". Estoy muerto. "Ja ja ja ja". Qué felicidad. Se para, empieza a saltar toscamente y a gritar a todos los vientos su muerte. ¡Hacía cuánto no se escuchaba! Era su voz, no sabía cómo, pero la conocía. Dio giros por el cuarto burdamente tomando envión hasta que un tobillo cedió y se desplomó en el suelo, seguía riendo, el dolor le causaba más gracia aún. Miró al tobillo y dijo "tranquilo ya estamos muertos". Así quedó tendido largo rato con una sonrisa en el rostro arrugado. Al pasar la euforia el dolor se fue acrecentando. Pensar que uno cree que muerto las incumbencias físicas ya no duelen, ya no estorban, ya no son. En eso trata de incorporarse y lleva las manos al tobillo, lo mueve, lanza un quejido. Sintiendo su existencia transcurrir en un dolor tan profundo le resultó extraño que el dolor material de su carne le resultase tan extraño, tan ajeno. Afloja la presión sobre la parte inflamada y queda así, tumbado, mirando al adolorido, como si no fuese él, como si el tobillo fuese otro, como si el tobillo fuese un ser en sí mismo, como si el tobillo, qué era eso, ahí está, ahora sí, lo siente. El latido, el pulso, la vida. Nuevamente los ojos que se expanden. Se queda encorvado meditabundeando sobre su eje. Se sienta. Lleva la mano a la yugular, aprieta, corrobora. Bueno, parece que estamos vivos. Ahora sí tobillito dolé tranquilo. Sonríe por la nariz.

Las paredes eran ocre, su corazón latía, su voz hablaba, su tobillo dolía. Eso estaba ocurriendo, eso era, él era, aunque no sabía quién era. Ayer comprendí que no comprendía se dijo, pero hoy sé un poco más. ¿Ayer? Sí, ayer, ¿te acordás? Sí, eso es lo raro que me acuerde. Las cosas empezaban a tomar consistencia, su propio ser se solidificaba y el tiempo parecía hacerse eco de esa solidez, o quizás la concretización del tiempo lo concretaba a él. Debo prestar más atención. No hay tanto se dijo, mi cuerpo, el cuarto, algún que otro sonido. Entonces tengo que estar atento a lo que sienten mis sentidos. ¿Y lo que pienso? Acá dudó ¿prestarle atención al pensamiento lo llevaría a algún lado? Sentía que en esos pensamientos es donde estuvo perdido, donde había estado viviendo hasta ayer, ¿pero acaso ayer lo que lo despertó no fue simplemente un pensamiento, darse cuenta de que podía darse cuenta? Así estuvo largo rato cuando miró al ventiluz de en medio y se vio. Empezaba a oscurecer, ahí estaba su reflejo, lejano, sin nitidez y sin embargo era él, o su deformación. Nunca se había visto reflejado, sintió compañía. Sí, mis pensamientos me forman, debo estar atento, observarlos, poner postas para no perderme. No perderse, ahí había una clave. Ya estuve mucho rato perdido. Posta. Se le humedecieron los ojos, la humedad borroneó más al personaje del ventiluz, se le cerró la garganta, el pecho se le contrajo, la angustia lo invadió. ¿Acaso no seguía perdido? ¿Existía otra cosa que no fuera estar perdido? Posta. Si todavía no tenía ni la más mínima idea de dónde venía ese mundo que se le aparecía pero en el que nunca vivió. Posta. No podía estar más perdido, es más, ayer antes de recobrar su comprensión no sabía si estaba perdido ahora era una certeza, su entendimiento lo hacía estar realmente perdido, sin entendimiento estar perdido no es estar perdido. Posta. Lo que nos pierde es comprender. Posta. La visión está completamente nublada, el dique se desborda, cae una gota. La angustia tapa los sentidos. Gota. El miedo agita el corazón. Gota. El no saberse rebalsa toda contención. Llanto, soledad, desolación.

Un nuevo día asoma, amanece lentamente, se sienta. El tobillo se desinflamó, molesta un poco al girarlo. Se mira las manos y piensa en un jugo, un desayuno. Eso me gustaría tanto. Queda imaginando abstraído en el ventiluz central y la ve, una mesa, sobre ella se despliega un mantel blanco, inmaculado, parece la toga que envuelve al más poderoso de los dioses mitológicos, entrecierra los ojos. Arriba una jarra, un vaso, una taza, algunas galletas y mermeladas. Se le ilumina la cara, se incorpora y cojeando arrastra la silla, se sienta al banquete. En la jarra su jugo. Naranja, fresca, recién exprimida, se sirve. ¿Hace cuánto no pruebo este elixir? Lo huele y toma un sorbo, el dulzor le invade el paladar. Baja el vaso de un tirón, se sirve otro y otro. El anaranjado líquido se chorrea felizmente por sus comisuras y salpica manchando con su alegría al inmaculado dios. A ver ¿Qué más? Manda una galleta directo a la boca. Parece de durazno, sí definitivamente durazno. Cómo lo sabía no importaba, no era momento de pensar, la vida se desplegaba delante suyo y no era cuestión de desperdiciar la oportunidad. Pispea la taza, tenía un agua levemente amarronada dentro, la agarra con las dos manos, se la lleva a la boca y con el labio siente la temperatura, está tibia, lista para tomar. Café con leche piensa, la alegría y la ansiedad de ese encuentro lo hacen tomar un sorbo desesperado. Escupe ante la decepción. Té con leche. "¡Yo quiero café!" Escucha algún ruido. Levanta la vista, hasta ahora no se había percatado de nada más que la mesa, pero dónde estaba servida. Mira alrededor, todo se le muestra borroso, parece ser un comedor amplio, llega a distinguir varias mesas, sillas. No hay nadie, en una pared un ventanal, no distingue lo de fuera, sólo colores entrelazados como en el fondo de algún cuadro. Vuelve a mirar la mesa, ésta se ve nítida, pero si levanta la mirada todo se le aparece fuera de foco. En la mesa hay una nueva taza, cómo puede ser. La toma, la huele, esta vez no hay duda, café con leche. Sonríe y bebe. Se recuesta satisfecho sobre la silla mirando al nublado ventanal, y así como así, ventiluz. Mesa, silla, vasos, platos se esfuman. De vuelta al cuarto.

¿Qué fue todo eso? Pareció tan real, no fue como las viejas visiones. Quizás sólo era cuestión de pedir. Se percató que todavía podía sentir los sabores en el paladar, fue real, al menos más real. Mira al ventiluz, le agradece.

Satisfecho se sienta. Repasa los sabores y en ello se entretiene. La acidez dulzona, el amargor cálido y una sensación de hogar. ¿Cuál hogar? ¿Será que fuera de estas paredes tengo un hogar?, ¿o al menos lo tuve? ¿Existirá alguien esperándome allí? Mujer, hijos, hermanos. Se estremece, en su arrugada piel se le erizan los pelos de las piernas, una corriente lo sacude en su estómago y pecho, las lágrimas otra vez fluyen suavemente por su rostro, la añoranza de una familia que no conoce le atraviesa el alma. Dónde están, por qué se fueron, me abandonaron. Cómo pueden abandonarme, dejarme morir en soledad, no merezco esto, privarme de la vida y encerrarme en este infierno, ni siquiera el infierno es tan pequeño, tan agobiante, tan carente de sentido. Este cuarto es absurdo tengo que encontrar la forma de salir, allá fuera hay un mundo, hay un hogar, una familia, una mesa con café y tostadas. Golpea las paredes buscando alguna señal, algún pasadizo, un ladrillo flojo. Salta hasta los ventiluces, no llega, trata de treparse pero la pared es completamente lisa, mira el suelo y lo recorre en cada centímetro tratando de sacar un pequeño trozo de aquellas baldosas de granito, pero ni de las juntas logra una piedra. No encuentra nada. Tiene que haber alguna forma de salir. Hoy estuve en un comedor, no pudo ser todo ficción, mi paladar no me deja lugar a duda. Gira, mira, salta, se desespera. Los golpes empiezan a ser más fuertes, las patadas al piso de resignación, grita con enojo, rasga los surcos de los ladrillos rompiéndose las uñas, clavándoselas en la piel, destrozando la carne, sangrando por cada uno de sus dedos, escupe y maldice. "¡Hijos de puta! ¡déjenme salir! Carceleros del inframundo, seres despreciables, ¡abran esta cárcel!" Las paredes se le vienen encima, del piso sube un humo denso que infesta todo el cuarto, tóxico, denso, se apoya en una pared pero esta lo sigue acorralando junto con las otras, se le cierra el pecho, no puede respirar, ya no hay más espacio, si siguen ese trayecto le aplastan los huesos, le destrozan el cráneo, grita pero sin fuerzas y sólo sale un quejido de dolor. Llora y sangra. Se desmaya.

Un cielo densamente poblado de nubes marcan un degradé de profundidades y formas, el azul claro sirve de lienzo. Se despereza, estira el cuerpo, bosteza. La hamaca se mece suavemente con su vaivén, el ceibo donde está enlazada está en flor. El rojo y el verde se sacuden con el viento. Se levanta y camina hacia la casa. Es de esas coloniales con tejas anaranjadas y musgo entre sus pliegues. La puerta está entreabierta, la empuja con el pie, se abre y pasa. "Mamá me quedé dormido tengo hambre". Nadie responde. Va a la cocina toma un vaso y lo llena en la canilla. Bebe. Mira por la ventana. Se da vuelta y grita más fuerte, "¡Má!" Se sienta en la mesita redonda, todavía está con sueño, se frota un ojo y con el dedo chiquito junta las lagañas hasta que se hacen bolita, se le pegan, las saca y con la ayuda del pulgar fiuum a volar sin destino. Hace lo mismo con el otro ojo. Pestañea. Mira la heladera, hay una nota. Es de mamá. Se empuja en la mesa y la cola arrastra la silla, hace unos pasos y lee: Me fui al pueblo dejé tostadas en el horno, la tía trajo mermeladas están en la heladera, hacete un mate cocido BASTA de chocolatada, no la busques la escondí. Beso. Empieza a revisar cajones, alacenas, incluso en el salón. Esta vez la escondió bien. Pone el mate cocido a calentar mientras acomoda las mermeladas y tostadas en la mesa. Cuela, sirve, prende la radio, se sienta. Es domingo y a esa hora siempre hay radioteatro. Le gusta el radioteatro, lo lleva a mundos distantes donde se abre la puerta a lo desconocido.

.... (música de suspenso) La puerta está completamente trabada. Caminando de lado a lado el hombre se impacienta en su encierro. Cómo llegó allí. Quién lo llevó. Sabemos que ayer luego de la cena familiar salió al bar como de costumbre. Se juntó con los amigos de siempre a tomar unos tragos, compartir charlas de carreras, discusiones de fútbol, cantinelas de borrachos. A medianoche como su estructura mandaba retomó sus pasos entre las penumbras del viejo barrio, alumbrado por algún que otro tímido farol. No recuerda llegar a la casa, tan sólo despertar en esta celda lúgubre y pequeña donde su corazón ya empezaba a desesperar (violines estridentes)...

Se asusta. Se levanta y va a cambiar el dial. No te asustes compañero es sólo una prueba, simplemente un juego. Mira a los costados, "¡¿mamaá?!" Sí pequeño amigo, siempre hay desafíos y este es el tuyo. Corre al aparato, se tropieza, golpea la frente contra la mesa. No desesperes, siempre hay salida, aunque no suele ser lo que uno espera, espera, espera, espe, espesra, eesrera speeerrea esspeeeeerrrrraa rrrrraaaaahhh....

"¡Mamá! ¡Mamá!" grita. Se convulsiona el cuerpo, patean las piernas, el corazón asustado bombea intensamente. Jadea, está oscuro, recorre con la mirada, no ve nada, se da vuelta y allí están, los ventiluces. Una tenue luz blanquecina permite adivinar su cuarto. Está como siempre. Sólo tuvo una pesadilla. La primera que recuerda.

Bien, al menos las paredes no lo habían aplastado como a una hormiga. Todavía tenía pulso y ahora encima soñaba. De lo malo salió algo bueno. Me agobié tanto por salir de este cuarto que salí en sueños ni siquiera tuve que intentarlo -abrir un hueco, encontrar un pasadizo, romper un vidrio- los dioses hicieron su arte, yo no fui más que una gota a la deriva y así viajé. Al fin y al cabo, intentando poner postas para no perderme me perdí igual y al perderme sin posta alguna encuentro algo. Qué tengo que hacer, ¿cuál es mi desafío? ¡¿Cuál salida? voz de mil demonios! ¡Condena de todos los dioses! ¡¿Cuál?! No suele ser lo que uno espera, no suele ser lo que uno espera, qué es lo que espero. Claramente no quiero morir sino podría usar la hoz, en un segundo me corto la garganta y chau a tanta historia. Sí, la hoz sería una salida, pero claramente no la elijo, aunque podría esperarla no me resulta tan descabellado, la hoz, sí, la hoz ¿dónde quedó la hoz? y ¿la vid? En estos días no hubo ni rastros de ellas son algo de un tiempo sin tiempo. Mira los ventiluces y recuerda en el de la izquierda a la hoz, el de en medio él y en el de la derecha la vid. Eran tan reales se dice. Real, ja. Qué es real ¿Este cuarto es real? ¿el comedor es real? ¿la casa de tejas es real? Claramente no estoy capacitado para osar tanta sabiduría, al carajo con lo real o lo irreal todo lo que ocurra ocurre y yo no soy quien lo defina, tan sólo lo vivo. Asiente, yo sólo soy quien lo vive. Exacto, algo se sentía bien en esa afirmación.

La hoz y la vid fueron reales y hoy ya no lo son, las cosas simplemente cambian de lugar. Qué espero. Lo que yo no espero es la salida. Cómo puedo saber lo que no espero, es completamente ajeno a mí, es ridículo. Quizás mejor retomar con lo que espero. Ya no espero la hoz aunque si quisiera matarme podría golpearme lo suficiente, algo esperable, un muerto en una celda no será sorpresa. Realmente no es mi voluntad y ni siquiera tengo las fuerzas. Qué otro deseo urge mi corazón. Otro desayuno, eso sí lo espero con ansias, café, tostadas, mermelada, la casa de tejas. Se estremece, otra vez la piel de gallina. Debe de ser ese mi mayor anhelo, aquello por lo que más espero. ¡Ahí tenés dios demonio! ¡Mi hogar! ¡Eso es lo que espero! Quiero volver a mi hogar aunque no sepa cuál es, por favor llévenme a mi hogar. Llora y se abraza las piernas. Por favor.

La voz se le repite incansable, siempre hay salida aunque no suele ser lo que uno espera. Lo que no espero, simplemente es lo que no espero, la no espera, la salida es la no espera, no esperar; si espero no hay salida, si no espero la hay. ¿La hay? ¡Claro, no la hay! Si no espero no puede haber salida pues ya no espero salir a ningún sitio y si no hay donde salir, entonces ya estoy fuera. Adentro, afuera. Esperar fuera o dentro, esto le sonaba conocido, afuera desespera, adentro no hay espera. Afuera está el hogar deseado, adentro está él y su celda. Permanecer en mi celda, permanecer adentro, en donde no deseo. No desear. Cuando no deseo no hay espera. Transcurrir, ser, estar. Saber que sé pero sin saber qué es. Un ciclo que se destruye y regenera, eterno, inalterable en su mutación, constante instante, nada por detrás, nada por delante. Debo dejar de luchar. ¿Deber? Otra maldita paradoja, ya estoy instalando otro deseo a lograr, otra espera a la vista, otro logro que irrita, alcanzar la no lucha. Otra vez fuera, otra vez el adentro se achica, se envilece, se fastidia. El insomnio añora la siesta mas la siesta añora el despertar. Sin una la otra se desconoce, entonces así es como me conozco, por opuestos senderos, en el medio estoy yo quien los transita sin ser uno ni lo otro, soy ambos a la vez. Soy, y en esa aceptación está la fuerza de mi ser, la calma de mi ánimo. Simplemente soy. Aceptar tanto lo que deseo como lo que no deseo, ahí radica mi no lucha, mi mayor lucha, a la guerra pues porque la paz ya está conmigo.

Lloraba, reía, soñaba, cantaba, se aburría. Caminaba, pensaba, se abrumaba, bailaba y se retorcía. Así transcurrieron los días, algunas veces soñaba con su desayuno, otras con su casa, se le sumaron imágenes de paseos por montañas, lagos, playas, gentes, animales, talleres oficinas, trabajos y familias. A veces estaba con algún amor que podía ser tan bella y comprensiva como avasallante e intimidante, unos días retacona, otras alta, rubia, morocha o colorada; tener sólo una niña o una decena de críos a su cuidado, también podía ocurrir que no soñara nada. Cantando encontró melodías que le tranquilizaban, así como otras que le efervescían el ánimo, estos cantos lo llevaban a bailes y otras veces era al revés, el movimiento del cuerpo daba el pulso para el vuelo del aire. Se fue amigando con su cuerpo quien lo ayudó a ser el adentro donde anclaba cuando se perdía en el afuera de la imaginación, asimismo la imaginación fue el adentro al cual viajar cuando el afuera del cuerpocuarto se le hacía muy pequeño. La imaginación estaba al servicio del cuerpo y el cuerpo al de la imaginación, realidad y fantasía se fundían trabajando en mutuo acuerdo y entre estos mundos navegaba en su naufragio. Integrando, creciendo, ampliando, siendo, unificando. Cada vez comprendía más su incomprensión y su visión se ampliaba, se simplificaba.

Los ventiluces estuvieron tranquilos unos días, ninguna visión extraordinaria. Hasta que una mañana ocurrió algo que lo sorprendió. De un momento a otro se percató del sabor a mermelada en su boca, así como así, sin visión ni togas ni mesas voladoras, simplemente el sabor, llano, directo al paladar. Mira a los ventiluces, nada. ¿Cómo puede ser? ¿Estoy desayunando? Entrecierra los ojos tratando de ver algo, nada, piensa en la mesa, nada, pero igual llega el café, sólo, sin leche esta vez. Abre los ojos, siente la tibieza en la garganta. Ninguna otra sensación, persisten los gustos en su paladar, el cuarto sigue como siempre. Se para, le implora al ventiluz central que le lleve al comedor, dame la oportunidad de entender te lo suplico. Así parado queda mirando al recuadro de vidrio incrustado en el material, inhala y observa la luz, exhala y observa la luz, inhala la luz, exhala la luz, inhala luz, exhala luz, inhala, exhala, inhala, exhala. Se esfuma.

Pasos, una bocina a lo lejos, algunos pájaros, gente hablando no muy lejos y un perro ladrando. Olor a estofado, o quizás salsa, también un perfume de jazmines que llega tenue. Está sentado, la espalda recostada hacia atrás, el cuello de costado, caído, se siente el cuerpo, pero no ve nada, todo blanco, sólo blanco. Intenta girar el cuello, no puede, la espalda sobre el respaldo pesa lo que cien caballos, pone su intención en estirar las piernas, inútil, los brazos son dos estalactitas y sus manos, qué era lo que había en su mano. La mano derecha estaba cálida, algo la envolvía, la sostenía por debajo, la cobijaba por arriba. Apenas logra mover un poco los dedos y siente el sudor de otra mano que lo acompaña, que sensación más placentera. Se afloja, respira profundo. Alguien la sostiene, alguien está con él. Quiere preguntarle algo pero las palabras no salen, se atoran en la garganta, se escucha un gemido ronco. Estoy acá. Quisera preguntar ¿quién está ahí? ¿Quién sos? pero no puede. Otro gemido. ¿Querés algo? Es la voz más dulce del universo, es una mujer, parece joven, está llena de vida, rebosante. Quisiera escucharte por siempre, eso quisiera. Voy a buscarte un vaso de agua, ahí vengo. Antes que termine la frase le aprieta la mano con fuerza, no te vayas, no te vayas. La voz angelical aspira una sorpresa, siente su temblor, las manos le responden el apretón. ¿Estás ahí? decime que estás ahí. Se le quiebra la voz con la sensibilidad que sólo un ángel puede expresar. Sí estoy, estoy. Fuerza un gemido. Esto es nuevo. Ella le suelta la mano, se ríe y luego la escucha llorar. Gime una vez más. Gracias, gracias, no sabés lo que esperamos este momento. Solloza. Aunque la verdad que ya habíamos dejado de esperar. Escucha ese llanto y el mar en su pecho empieza a empujar, crea marejadas, huracanes, tsunamis, las olas rompen contra los acantilados en su garganta, se le inundan los ojos, el blanco se licúa, se funde, se diluye, volutas blancas que se arremolinan, el agua que se acumula en todo su ser presiona con fuerza y decisión, este es el momento de romper el dique, se vislumbran colores y una silueta cercana. Más empuje, más fuerza, todos los océanos a un solo ritmo, la tempestad arrasa, se quiebran las contenciones, las paredes colapsan, no hay ninguna construcción que pueda contra la fuerza de la creación, caen los ríos a torrentes, desbordados, liberados, violentos, calmos, fluidos, llora por toda su carne, no hay sitio que no esté empapado de las profundidades del alma. Se aclara la mirada, el brillo vuelve a los ojos, la ve. Sonríe, lanza un gemido, ella responde. Te extrañé abuelo.

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