Confesión (cuento)

30.06.2021


Para María Dolores Carregal, madre de Rodrigo

Mi nombre es José Labrador y este mail es una confesión. Yo soy el asesino de su hijo. Sé que pasaron diez años, alguna vez creí que el tiempo me ayudaría a cargar con esto pero realmente no lo hizo. Usted sabe bien que fuimos nosotros, no sabe quién de nosotros pero sí que fue alguien de la fuerza, de la misma comisaría de su barrio. Hoy le confieso que fui yo el que disparó el tiro. Lo confieso libremente porque sé que no me voy a atrever a mandar este escrito, sólo intento que me llegue a mí el mensaje y sirva de práctica para que algún día la confesión sea real y pueda dejar de sentirme un cobarde, un hipócrita, un desalmado, pero parece ser que por ahora lo seguiré siendo.

Nos habían asignado a mi compañero y a mí para patrullar la madrugada de Navidad. Ya llevábamos más de trece años en la fuerza, en esa misma comisaría, y ese trabajo no se lo daban a gente como nosotros, no estábamos nada felices, los dos teníamos familia, hijos y perder la noche del 24 a esa altura era rebajarnos, humillarnos. El nuevo comisario sabía que nosotros conocíamos muy bien los trabajos extra del barrio, los que manejaba el comisario anterior. Era una lucha de poder. En ese momento me creía poderoso, el poder de un idiota le puedo confesar ahora. Nos juntamos en la comisaría alrededor de las once y a las doce brindamos con los compañeros presentes. Y cuarto nos subimos al patrullero, fuimos hasta el pasaje de "los lecheros", solíamos tomarnos unas líneas cada tanto, esa noche fueron bastantes. Ahora dejé de tomar, pero alcohol, mucho alcohol.

Dimos vueltas por el barrio, pasamos por la puerta de tu casa, estaban reunidos y los chicos estaban afuera tirando cohetes. Me acuerdo porque cuando me enteré que era tu pibe y averigüé dónde vivía me vino el recuerdo de todos ustedes con las sillas en la calle bailando, tomando, pasándola en familia. Algunas cosas se te graban, como la panza de tu marido que se estaba riendo de no sé qué con un gorrito de papá Noel, le dije a mi compañero algo como "mira al gordo desagradable ese", no me acuerdo bien, pero hoy hasta ese insulto me atormenta, seguimos patrullando.

A eso de las 3 nos cruzamos con tu pibe y varios amigos. Eran como diez. Estaban tomando en la esquina de la ferretería, tenían la música fuerte y nosotros ya estábamos buscando joderle la vida a alguien. El poder del idiota. Acelero esa media cuadra y les tiro prácticamente el auto encima, un par salen cagando, baja mi compañero y les grita que se queden todos en el lugar, uno sigue corriendo, se cae, lo corre y le pega unos palazos en el piso. Lo sumamos al resto, era Rodrigo, estaba asustadísimo. Ahí empezamos nuestra rutina, pedimos documentos, los maltratamos, hubo uno que nos enfrentó, mi compañero desenfundó, le puso el caño en la frente, todos callados. Nosotros serios pero nos mirábamos y disfrutábamos en silencio. En eso nos ven otros compañeros, se suman, eran conocidos, unos oficiales jóvenes pero con los que teníamos buena relación, de nuestro grupo se podría decir. Les comentamos la situación y ahí los cuatro empezamos a disfrutar de ese poder que te da la manada, eso, creo que era eso lo que queríamos, sentir que pertenecíamos a una manada mejor que la del resto. La manada que cuida al resto, la manada que ordena todas las manadas, cuando en realidad en nuestra propia manada éramos unos nadie.

Habremos estado casi una hora, nos quedamos con algunas botellas y los dejamos ir. Subimos a los autos, fuimos al río. Ya en el descampado bajamos nos tomamos lo que le sacamos a tu hijo y los amigos, unas líneas más y volvimos. No podíamos tardar mucho en un rato se terminaba el turno, pero estábamos pasados. Damos unas vueltas y cruzamos a Rodrigo, estaba solo, calculo que estaba volviendo ¿por qué carajo tuvimos que parar? ¿Cuánto más miedo podíamos sacarle a un pibe de 17 años? Mi compañero me lo señala "mirá el pendejo que salió corriendo, pará que le vamos a enseñar a respetar las órdenes" o algo así. No lo dudé, frené, me bajé, yo también quería enseñarle a que me respete, ¿qué se pensaba que porque era pibe podía hacer lo que quisiera?, en este mundo hay normas que respetar, rangos, niveles, ¿me entendés? Seguro que no me entendés María y yo tampoco me entiendo, porque lo que entendía, no lo entiendo más, todo se hizo viscoso, se me distorsionaron los límites y hace diez años que no sé cómo aferrarme a algo sólido, ¿qué loco no? lo único a lo que me aferro es a esta botella, pero lo que quiero es su líquido, desarmarme, fluir como un vino derramado metiéndose entre las grietas del piso hasta llegar a la tierra y que me chupe la oscuridad total.

Lo que siguió no me lo acuerdo bien, en poco tiempo estábamos de vuelta en el río, Rodrigo estaba más tranquilo ya no le vi la cara de susto que tuvo cuando lo agarramos antes, nos pedía perdón, que estaban jodiendo un poco, algo de que la música estaba alta pero era Navidad. Mi compañero lo baja le pega un culatazo y le pregunta si de ahora en más va a respetarnos, nos contesta que sí que nunca quiso faltarnos el respeto. Yo estaba enfurecido, me meto, le pregunto cómo llamaba entonces a salir corriendo cuando le dijimos que se queden en el lugar, eso no era respetar para mí. Me quedo mirándolo fijo, quería atravesarlo, y acá es cuando me vuelvo loco, Rodrigo levanta la mirada sin maldad ni arrogancia pero sus labios hacen una mueca ínfima, mínima, yo la veo gigante, inmensa en mi cara, en mi ego, una sonrisa de lo más leve que uno pueda imaginar, a la vez que dice "no, disculpe". Hoy después de tantos años de pensar en esa mueca lo entiendo, hoy sé que no era de irreverencia ni rebeldía, era la sonrisa tierna de un adulto hacia un niño que no entiende algo y no para de equivocarse, y en vez de entrar en discusión le da la razón "no, disculpe". Como un niño cuando le dicen que está equivocado yo lo tomé como un insulto a toda mi existencia. Jamás le pegué a alguien tanto, no sé cómo resistió. Una vez que empecé mi compañero se sumó, jamás hubo un paso atrás debo admitirle, los dos estábamos enceguecidos de furia. En un momento necesité respirar y me alejé, creo que recién ahí viendo a mi compañero pateando a un Rodrigo ya inerte comprendí las consecuencias de este acto, solo que la solución que puede imaginar un idiota con poder sólo puede implicar más dolor y sufrimiento. Fijate si está vivo le digo cuando deja de pegarle. Le agarra el brazo y me dice que tiene pulso, lo sienta. Nos miramos callados, él se prende un pucho, está nervioso, yo también. Rodrigo gime, me doy vuelta, ¿así que estás vivo pibe? mirame le digo. Y él levanta la cabeza, verme seguro no podía pero levanta la cabeza con una dignidad que yo nunca tuve en mi vida. Perdón por contarle tantos detalles es que como ya sabe, este mail es sólo para mí, a ver si de alguna vez por todas podré enfrentar mis mierdas, mis sombras, mi monstruo, con la valentía que su hijo enfrentó el disparo que le di.

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